sábado, 5 de abril de 2008

Sentado



Tú, sentado enfrente de mí.
Desnudo, casi indefenso.
Con las manos atadas a tu espalda, amarradas entre sí por unas frías esposas.
Delante de ti,
desnuda, húmeda, excitada,
con los pechos duros y el vello erizado.
Mis piernas abiertas cual ventana delante de ti.
Puedes oler mi sexo.
Sé que puedes. Sé que te encanta.
Mis manos se mueven por mi cuerpo como si fuesen las tuyas.
Sudas, te miro a los ojos y veo las gotas de sudor resbalar hasta tus pestañas.
Hace rato que tu sexo se ha despertado de su letargo y ahora me apunta amenazante, pidiendo atención.
Mis dedos se pierden entre piernas buscando mi clítoris, haciendo que me revuelva de placer, que prácticamente convulsione.
Mis jadeos llegan a tus oídos.
Sudas más todavía.
Tu miembro va a estallar entre tus piernas, tan morado e turgente.
"Déjame tocarte, por favor". - suplicas.
Te contesto acercándome mi dedo impregnado a mi boca remarcándote el silencio.
Huelo mi dedo y me deleito con mi aroma.
Te excitas más todavía, si eso posible.
Me levantó, me acerco hasta ti y te rondo.
Giro a tu alrededor, me meto entre tus piernas y vuelvo a salir, como un gato que ronronea, jadeo y gimo.
Te lamo el sudor, ese sudor que me encanta.
Saboreo tu aroma.
Te beso el cuello.
Acto seguido te lo muerdo.
Gritas.
Te castigo con un pequeño azote.
Mueves el cuello buscándome, sacas la legua para intentar tocarme.
Te encuentras un mínimo instante con uno de mis pezones, y al segundo me alejo.
Desaparezco de la habitación...
¿por cuánto tiempo?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Deberías fijar la silla al suelo, porque atarle las manos no será suficiente, salvo que la cadena de las esposas sea de ancla de barco