Después de muchas conversaciones en un español casi perfecto
y en un francés nulo, cuando mi Francés vino me sentía como una adolescente. La
escusa del estreno era perfecta, pero yo no hacía más que preguntarme cosas
obvias como si era necesario que preparara el cuarto pequeño cuando era más que
obvio que dormiría conmigo.
Así que pasamos doce horas tonteando cual adolescentes
nerviosos e inseguros pero con la diferencia de que una roza la treintena y el
otro hace ya un lustro que la sobrepasa. Aún así, las doce horas de inseguridad
de medir cada gesto, de analizar cada palabra, de escuchar cada silaba hasta el
primer beso fueron tan excitantes como el primer polvo. De eso no hay duda.
Al principio no nos aclarábamos bien el uno con la otra.
Pero nos ha costado muy poco tiempo hacernos al otro. La primera vez pensé en
fingir, como tantas otras veces, gritar un par de segundo un poco más alto,
cambiar algo mi expresión y ya está. Pero pensé que si fingía era el principio
de la senda del fingimiento, camino que no quería volver a recorrer, ya lo he
recorrido demasiadas veces. Así que simplemente esperé a que llegará.
Me folló de mil maneras, siempre empezando con cuidado hasta
que era yo la que le pedía que subiera el ritmo, que me penetrase hasta el
fondo, que se me clavara en las entrañas. Pero fueron sus manos las que me
arrancaron el primer orgasmo; sus dedos penetrándome, jugando con mis humores,
sus labios en mi oído susurrando frases obscenas en un francés incomprensible
para mi, frases que luego le daba vergüenza traducir. Y así con mi dedo en el
clítoris, su mano derecha en mi coño y la izquierda recorriendo para aprenderse
mi cuerpo, fue así como me partí en dos, como emprendí el viaje que había
olvidado, como grite desgañitándome la garganta; de esa manera fue como caí
extasiada, agotada, rendida mientras él apoyaba todo su peso en lo largo de mi cuerpo,
susurrando que soy su petite coquine gourmande.
Fue ahí cuando empezó a interesarme el francés.