miércoles, 23 de noviembre de 2011

La misma puta piedra...




Yo me prometí a mí misma, al principio de unas fiestas más bien caóticas, que nunca más, que me permitía cometer dos veces el mismo error pero tres no, que ya estaba harta de que sólo fuera cuando él quisiera, como él quisiera, donde él quisiera. Así que me dije, a mi misma (y a mi amiga que la llame a la otra parte de Europa a las tantas de la mañana) en mitad de una buena borrachera, que NUNCA más o que si era otra vez sería solo como yo quería que fuese.
Pero el Rubio me puede, literalmente hablando, es superior a mis fuerzas. Me puede, solo mirándome con esa cara de cerdo obsceno que tanto me gusta.
Supongo que es la confianza, el saber que a él le puedo pedir todo porque me lo hará y, sobretodo, no se escandalizará de nada. Pero lo mejor es que no necesito pedirle nada porque no me da tiempo, lo hace antes de que abra la boca.
La verdad es que es relativamente sencillo de manipular; un vestido ligeramente pijo, unas medias con ligas, una mirada por encima de las gafas llamándole de usted y lo tengo comiendo de mi excitada mano.
No me dejó ni dejar las llaves en el cerradura de casa; de hecho me subió la falda en mitad de la calle así que era obvio que no podía esperar. Ni me quitó el vestido, ni me bajo las bragas, me dio la vuelta, me arrancó el cinturón, volvió a subirme el vestido y me penetró sin compasión con esa polla que ya había sido más que humedecida en el ascensor. Sin parar, sin compasión, estrangulando mi cara contra el gotéele frío de la pared del pasillo mientras yo tiraba al suelo el bolso, las llaves, y cualquier mierda que pudiera interferirse en el camino entre yo y el orgasmo tan sumamente deseado.
Le rogué que fuéramos al salón pero ni siquiera llegamos al sofá. Acabamos follando en el suelo como animales, como perros cachondos incapaces de controlarse; acabamos follando en el suelo apoyados en el puf rojo que me hacía de asidero. Todo a oscuras con la luz del pasillo iluminando lo justo nuestros rostros, la verdad es que ya no necesitamos vernos para  saber lo que siente el otro. Salió de mi coño para violarme la boca, ya me lo había advertido “quiero violarte la boca y el culo y el coño, te voy a violar por todos sitios” Y así lo hizo, sus advertencias no sirvieron de nada. Metió todo su miembro en mi garganta, entrando y saliendo sin pudor, sentí perfectamente como su falo duro y erecto se restregaba contra mi boca, mi lengua, mi paladar, por todos sitios, casi me costaba respirar. Así estuvimos hasta que decidió cambiar de postura. Salió de mí y me levantó para tirarme contra el sofá y tumbarse encima de mi volviendo a penetrarme con la vehemencia que le caracteriza y añadiendo un extra más.
Ahora nos ha dado por mover la línea un poco más lejos, por dar un paso más en lo estadísticamente incorrecto, por jugar un poco más duro.
Me puso las manos en el cuello y apretó con la suficiente fuerza como para que no me ahogara pero sí que sintiera esa falta de aire que hace que tus sentidos, no sé, se incrementen, aumente, que hace que el placer sea más intenso, más salvaje, más fuerte, más peligroso. Me ahogaba mientras me penetraba, mientras yo estimulaba mi clítoris e intentaba gritar de placer, mientras miles de microscópicas y esponjosas partículas corrían por mi cuerpo produciendo pequeñas oleadas de placer. No sé cuanto rato estuvo así, sé que, de repente cayó agotado, se desplomó sobre mi cuerpo todavía vestido y, prácticamente se durmió sobre mi cuerpo. Pasó un tiempo, no sé cuanto, con el siempre pierdo la capacidad espacial, y cuando me desperté le arrastré hasta la cama completamente dormido.
Y me volví a quedar dormida y exhausta en los brazos de mi rubio favorito, otra cosa más que me prometí que no haría, supongo que son promesas que no valen nada.
Por supuesto, y por no romper con nuestra tradición, le desperté al punto de la mañana con una de mis mamadas, de esas con las que farda delante de sus amigos, de esas lentas y babosas, de esas profundas y húmedas. Así hasta que se despertó del todo, me dio la vuelta cerró mis piernas y, haciendo los malabarismos que tan bien conoce, me penetró con fuerza, dejando el espacio justo entre mi cuerpo y el colchón para que pudiese deslizar mi mano hasta mi inflamado clítoris. Y otra vez, sin pedirlo ni tener que insinuarlo, pasó su brazo alrededor de mi cuello y volvió a apretar otra vez lo justo, provocando ese placer único que sólo la mezcla de instantes magníficos, puede provocar. Sus embestidas, el masaje salvaje de mi clítoris, su brazo oprimiéndome el cuello impidiéndome respirar, el rebotar de la palma de su mano contra mi glúteo enrojecido, el retumbar de sus gemidos en mis oídos, la falta de aire. Un compendio magnífico que hizo que, una vez más, acabara rendida a sus pies.
Porque él me puede y lo sabe, por eso hace conmigo lo que quiere. Me volvería a prometer que no volverá a pasar pero sé que sería una promesa insulsa, lo único que puedo prometerme es que no… no sé que puedo prometerme.

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