sábado, 15 de mayo de 2010

Posesión




Ayer nos volvimos a ver, apareció más bebido de lo que debería para ser la hora que era, algo tristemente habitual en el Rubio. En cuanto se acercó a mí comenzó a tocarme y abrazarme como si nos hubiéramos visto ayer. Una vez más, como ha hecho tantas veces, empezó a hablarme de lo mal que le va todo, a veces pienso que soy la única que le escucha, bueno para ser sinceros, finge escucharle. Nos fuimos, rodeados de los de siempre y algunos jóvenes nuevos, a un bar más oscuro, un bar con esquinas que no fueron utilizadas. Porque él prefiere exponerme al público, prefiere colocarse en medio del bar y dejar babosa constancia de que, en ese mismísimo instante, de alguna retorcida manera, le pertenezco. Nos besamos y mordimos como la última vez que estuvimos juntos, nos bailamos mientras el alcohol hacía más mella en su ya demasiado castigado hígado, y, varias veces a lo largo de la noche, estuve a punto de despegar desde la mitad de la pista de un bar que cada día me es menos desconocido.


Pero en el instante siguiente, dejó de ser el Rubio divertido para volverse el Rubio Violento. Quería follón, desde primera hora de la noche, y no iba a parar hasta que lo encontrara. Yo, una vez más, me había prometido que no iba a dejar que me hiciera daño “Mira Manu, ya no me hace daño”. Así que me aleje de él, sólo mantuve pegado a su cuerpo una esquina de mi ojo izquierdo.

Se calmó de un instante a otro, exactamente igual que como se había brotado. Se calmó y volvimos a tener una conversación más que ridícula sobre que no le respeto porque no caigo rendida a sus pies, todo mientras investigaba en que tanto por ciento estaba húmeda. Me cansé de calentones, sí, me cansé de magreos, me cansé de jugar para que después la pereza o el alcohol le impidieran llegar a la meta, también me sé le recorrido de ese maratón.

Así que le rechace, me había enganchado de la camiseta para morderme la boca como sólo él sabe hacerlo, pero me retiré y le dije que no me calentase. Como era de esperar se fue más que ofendido. Pero yo estaba cansada de jugar, lo sigo estando.

Así que con la chaqueta en la mano a punto de irme, me crucé con mi Niño, mi Niño el que me da besos furtivos y amoroso en mitad del albergue, el Niño que me lleva de la mano hasta su habitación para enseñarme la camisa nueva, el Niño que me canta flamencadas que odio pero que a él le encantan. Lo vi y en lo único que podía pensar es que no quería dormir sola esa noche. Así que le besé, una vez más, suponiendo que, una vez más, algo o alguien se interpondría entre él y los 400 metros que había desde el bar hasta mi casa. Pero no fue así, por fin, follamos y el apocalipsis no ha llegado todavía.

Tuve que pedir una intervención, porque el Rubio, en cuanto vio esto se acercó a mí a abrazarme y bailarme cogiendo mis manos mientras me cantaba al oído “Y cuando duermo sin ti, contigo sueño…”. Podríamos haber sido tantas cosas… tantas… me quedé con tantas ganas de decirle esto mientras intentaba lamerme la oreja y yo le retiraba la cara, demasiado para una noche. Así que cogí a mi Niño a su juventud y a su dulzura y me lo llevé a mi casa, mientras el Rubio miraba desde la lejanía con la falsa sensación de que en ese pequeño instante me quería, no como se quiere a las personas no, como a una posesión.

Pero yo con la cabeza alta y la mano amarrada por la mano de otro me fui a casa, dormí poco y acompañada.
Eché un polvo de colores… pero eso es otra historia.

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